jueves, 13 de agosto de 2015

El botijo

Hoy vamos a hacer un descanso, como cuando en los cines, a mitad de la proyección, se encendían las luces y podías ir a por palomitas, quicos, un refresco, o cualquier otra porquería cuyo aroma llevaba martilleando tu pituitaría durante más tiempo del que se puede soportar. Vamos a hablar de algo que no sea películas. Vamos a hablar de un simple botijo...

El botíjo, también llamado búcaro, es un artefacto que bien puede estar de moda hoy en día, atendiendo a la voluntad ecológica creciente, por fortuna, de la sociedad.
Un botijo enfría agua, pero no usa electricidad, nada más que la evaporación de la misma a través de los poros del barro.
La sensación de beber agua de un botijo es diferente, pues adquiere una temperatura agradable, no demasiado fría, como artificialmente nos da cualquier frigorífico.
No entraré en describir la historia del botijo, ni su origen, ni nada que cualquiera puede encontrar en una buena página de internet dedicada al mismo. Hablaré de mi historia con dicho artefacto.

Mi abuela me contaba que, en aquellos lejanos días de duro trabajo en el campo, cuando no había neveras portátiles ni nada que se le pareciese, usaban un botijo que colocaban bajo la sombra de un árbol y del que daban tragos para sofocar el tremendo calor del verano andaluz.

Pero yo no tengo un recuerdo de un botijo bajo un árbol, lo mío es más de ciudad.
Cuando yo era niño, había un botijo muy especial, cuya agua tenía un sabor diferente y era de un fresco distinto. Era el botijo que tenían mis tíos.

Cuando yo entraba a aquella casa, tan antígua como mi barrio, la primera imagen que recuerdo era aquel enorme botijo descansando en el alfeizar de la ventana, al paso del relente. Su tacto era de barro fresco, con un sudoroso volumen como sólo un botijo puede sudar, y su peso, para mí, en aquel entonces, excesivo.
Echaba un trago...
A duras penas lograba mantener en vilo aquel artefacto cuya agua me ponía perdido, al no poder mantener el pulso.
Los años fueron pasando y el botijo, como por arte de magia, se fue haciendo menos pesado.
Su agua era siempre igual de fresca, con su sabor anisado, lo que se conoce como una palometa " anis y agua", ataviado siempre con sus mejores galas: un sombrerillo de croché que mi tía le hacía "para que no se le colara ningún bicho", me dijo en cierta ocasión que le pregunté que por qué le ponía aquella especie de gorrito.
Su plato debajo, imprescindible para recoger el agua emanada de su interior...

Recuerdo su frescura de forma muy especial, eso era agua fresca producida de forma totalmente ecológica.
Nunca me gustó beber agua diréctamente del frigorífico, siempre la noté demasiado fría y siempre la mezclo con agua "natural".
Hace unos días, cierta conversación me recordó a aquel botijo y decidí comprar uno igual, y comprobar si el recuerdo que tenía de aquella agua tan fresca, de forma natural, era cierto, o mi mente lo había transformado hasta convertirlo en algo irreal.

No me fue muy difícil encontrar un establecimiento donde vendieran uno igualito al de mis tíos y procedí a realizar lo que se llama "cura" del botijo en cuestión, que os cuento, por si a alguno le apetece recuperar este utensilio tan nuestro y que nunca debería perderse, tanto por estética como por utilidad:

- Llenar el botijo de agua y dejarlo así un par de días.
- Tirar ese agua y volver a llenarlo, añadiendo anis, un par de copas o menos, según gustos.
- Otro par de días y tirar ese agua.
- Llenarlo de nuevo y esperar a que el agua se enfríe.

Varias cosas hay que tener en cuenta.

Lo del anis es opcional, pero por lo visto, ese ligero sabor a anis hace que el agua parezca que está más fría.
Jamás mojar el botijo por fuera, pues se estropeará.
Poner un plato debajo para recoger el agua que vaya soltando.
Colocarlo al paso del aire, para que la evaporación del agua, enfríe.

Se abre una puerta de color verde, muy vieja, con un leve quejido de visagras, un salón arropado por la suave oscuridad que le proporciona una persiana veneciana de color verde, resguarda el interior de la casa del calor que empieza a despuntar en un verano de la década de los ochenta.
El botijo, sobre el alfeizar de una ventana de color verde, calma la sed de un niño que acaba de volver de la calle, dejando su bicicleta en el patío de la casa de su tíos...
Fuera, se escuchan las voces de los hombres que frecuentan el bar de la calle de enfrente, en cuya barra, descansa otro botijo...


A Rogelio y Trini

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